Siempre creí que mis padres eran un poco extraños, con sus pálidos
rostros y su gusto especial por los arácnidos y artrópodos. Sin embargo,
algunas veces las cosas no parecen ni la mitad de extravagantes de lo que
realmente son. Debes proceder con precaución.
Crecí en una casa maravillosa, rodeada de árboles, pasajes secretos,
bibliotecas repletas de libros exóticos... El río corría tan solo a una cuadra,
y era mi costumbre favorita salir en las madrugadas, para escucharlo. Era
hermoso. Los olores a tierra mojada y a madera se notaban por doquier, y
agitaban a los murciélagos, que se hacían toscos con el paso de los años.
Mientras mis días transcurrían, superfluos, entre juegos triviales y una
educación estricta, mis padres se hacían cada vez más ensimismados: cada día
los veía con menor frecuencia. Eran artistas, pintores ambos, y su musa de
aquellos días eran las arañas. Las tarántulas, en específico, les ocasionaban
un inusual placer. Yo no lograba entender el porqué; a mí solo me transmitían
un inmenso terror. El solo hecho de pensar en sus patitas peludas y sus cuerpos
elegantemente espeluznantes, hacía que mi ser se paralizara, pero para mis
padres eran una sutil inspiración.
Yo tenía prohibido subir al ático, donde era su estudio. Allí pasaban la
mayor parte del tiempo: los veía a partir de las seis de la mañana y dejaba de
verlos justo antes del atardecer. También sé que no comían jamás. Pasaba la
mayor parte de mí día con Anna, mi nana. Ella era dulce y adorable, con su
cabello rubio cenizo, a causa de las canas. Anna comprendía la extravagancia de
los artistas, mis padres, y no tenía prejuicios al cuidarme de manera
constante.
¿Ya les había hablado de mí casa? Sí, era preciosa. Eran tres pisos de
maravillas, con sus inmensos corredores repletos de plantas medicinales,
estanques y flores silvestres plantadas por Emma, mi madre. El primer piso era
el dueño de todo ese esplendor. El propietario de mis días y venidas. Allí era
donde recibía a mis maestros y tomaba mis lecciones. Por aquellos días
estudiaba piano, dibujo, esgrima y francés, y era más que feliz, aunque no
tuviera amigos para jugar.
Poco a poco, comencé a encontrarme rodeada únicamente por profesores, y,
por supuesto, por Anna. El contacto con mis padres era cada vez menor, y eso
comenzaba a preocuparme. Ellos estaban en medio de un proyecto de suma
importancia, relacionado con una colección de pinturas que debían enviar
directamente al museo central de la ciudad, y yo suponía que, a causa de ello,
pedían no ser molestados en el ático por ningún motivo, para poder trabajar con
tranquilidad.
Era también muy frecuente que exigieran pedidos extraños, como
cucarachas, ratones, ratas o pequeños gatos. Todos ellos vivos.
Transcurrieron muchos días..., lunas enteras sin que yo tuviera noticias
de ellos... Comenzaba a sentirme sola —y terriblemente compungida—. Entonces, fragüé
un plan para poder ver a mis padres: una noche, me aseguré de que Anna dormía
plácidamente, y subí con mucho cuidado las escaleras del ático. Mientras
escalaba, jugaba con la idea de que esa hermosa escalera de caracol era, en
realidad, una serpiente.
Las escalerillas se hicieron eternas mientras mis pies daban paso tras
paso, pero el final era inevitable. Llegué a la puerta, y, escrúpulos, la
empujé. Como siempre, no tenía ningún seguro, pues si mis padres daban una orden
nadie se atrevía a llevarles la contraria, de modo que, si subir estaba
prohibido, nadie lo hacía.
Sin embargo, cuando entré de lleno a la estancia la encontré sola. No
había rastro de mis padres. Lo único que vi fueron las terribles pinturas en el
mostrador de cristal: dos cuadros verticales donde, sin la gracia o la habitual
técnica de los artistas, se notaba, en cada pintura, a un prominente arácnido,
que engullía lo que parecían dedos humanos.
Me invadió el horror, pero cuando quise abandonar la estancia una mancha
enorme y oscura, de ojos brillantes, me atrapó entre sus peludas patas. Grité
tanto como pude por algunos minutos, pero después de un tiempo perdí las ganas,
y mi mente cayó en un extraño sueño, en el que aún habito. En mi ensoñación soy
una artista que pinta a una bestia gigante de ocho patas y ojos brillantes,
mientras ella, casi aburrida, muerde con saña los dedos de mis pies.
Dejé de bajar a la casa, y, por alguna razón, ahora solo tengo apetito
de cosas indescriptibles. Tampoco me interesa el destino de mis padres. Lo
único que deseo es terminar esta pintura, y, quizá, algo de carne cruda.
D'Morningstar
Imagen de Anthony, Pexels.
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